No sé cuánto tiempo hace. 9 años,
calculo. Había pasado la tarde en tabernas, pero sin abusar del alcohol. En la
galería Espacio-Valverde había una exposición de mi colega de aventuras
(últimamente pocas) Alfredo Rguez. Quedábamos cuatro gatos y una estupenda
noche de abril o mayo y Jacobo (regente del lugar) me presentó a mi tocayo Ávila
Salazar (este escrito, trasnochado, sí, trata de rendir pleitesía a su primera
obra). Era más alto y más gordo que yo. Alguien inmenso, pero que el tiempo le
ha tratado mejor que a otros también es verdad. De inmediato, con vino en vaso
de plástico le conté que si la literatura, que si yo trabajaba en el Hotel
Kafka (rebajado su nombre a Club Kafka de Parla en mi pobre imaginario) bajo un
sueldo raquítico merecido por ser pobre de espíritu. Yo no había publicado
nada, tenía una novia que merecía ser llamada así, quien gustaba de saborear
otras mingas (al principio no lo di importancia, pero luego me subió el tilín
llamado: ¿Qué pinto yo en esta historia? Y en la actualidad somos amigos con
derecho a tomar unos chatos solos o con su chico). Él (Ávila) me dijo cosas del
universo (leyéndole en novela -también le llamó la poesía- lo entiendo mejor).
Respecto a lugares de letras, acordamos que eran buenos para repartir tarjetas
(no necesariamente de crédito) mientras gente tierna como yo repartía canapés.
Llegué a hacerme una en la que ponía mi nombre y, más abajo, mi dedicación:
Repartidor de tarjetas en las que pone mi nombre y esto. Una chorrada. Luego,
un día, vimos un partido del Atleti (a él le va más el Madrid) y nos echamos
unas risas. Llevaba La subasta del lote 49. Esa me la había leído porque, por
alguna extraña razón que debe tener que ver con el diablo, había que leer a
Pynchon, a quien amo y odio por partes. Le dije que me gustaba el capítulo ese
en el que jugaban un tío y una tía a las prendas. Lo demás lo entendí y no lo
entendí al mismo tiempo. Y con V, que me moló más, me pasó lo mismo. Él me
dijo: Mira qué subordinada, lo abrió por una página, efectivamente, en que dos
frases dominaban la escena. Más tarde, alguna vez nos saludamos por ahí. Un día
se vino a mi destartalado zulo de Lavapiés y nos tomamos una absenta mientras
puse un disco de John Scofield que me había comprado el día anterior. Cuando
andas no te hacen soplar y mola andar. Luego me vine con mis padres y
coincidimos las veces en que yo iba por Valverde diciendo que era
esquizofrénico y muy buen escritor. No me pregunten por qué, me gusta venderme
mal, aunque me guste menos el resultado que trae. Después de esto, llegó el
día. Publiqué mi primer libro (que era el segundo, en realidad -no me olvido de
La mosca, Fast Gallery-) e hice la cosa en Espacio-Valverde, él compró un
ejemplar y sacó, casi de inmediato, una crítica en El pulso poniendo bien mi
intentona lírica y algo ecléctica. Con mi segunda (novelita de psiquiátrico y
drogas) también se lo curró. Un escritor de publicaciones maneja dos cosas
sobre todas las demás: Tiempo y espacio, y en el caso de Alberto, tiempos
récords. Ese día fui a Sin Plomo (con el permiso de un chupitín de J&B) y
vi cómo Ana Cristina, Hugo y Alberto iban tornando la voz mientras la
comunicación, sin embargo, fluía (puede que hasta estrellarnos, pero el futuro
no importa más que el Punk). Ahora es cuando trato de dejar de hablar de mí.
Espacio doble:
Alberto Ávila Salazar (hace bien poco cumplió
los 41) es un abogado que dejó de ejercer. En la actualidad se dedica a la
publicidad y a la letra y, tras leer tres poemarios suyos, esta noche he acabado
de tres tiros con su primera novela (que me ha abierto el apetito para leer la
segunda, recientemente publicada por Off Versátil y titulada Lo que dicen los
dioses). “Todo lo que se ve”, que es la novela de la que quiero tratar de una
vez, es una novela que a veces parece una novela y otras veces parece un
artefacto que no lo es, menos cuando es tres novelas, cuatro, cinco o las que
quepan en un mundo que podría verse en el famoso El Aleph, de Borges, un autor
curiosete, la verdad sea dicha.
“Todo lo que se ve” ganó en su
día el IX premio Arte joven de Novela de la Comunidad de Madrid y fue publicada
por una Lengua de Trapo que no había perdido, en ese entonces, nada de una
identidad que creó leyenda.
A pesar de salir un año antes que
la famosa Nocilla Dream (con todo el lío que montamos, carajo) de Agustín Fdez
Mallo, es nocillera (y… lo voy a decir por si no me he hecho entender muy bien, ¿precursora de la lotería del niño?),
al menos, en un aspecto fundamental: viaja de una idea a otra ofreciendo
informaciones dispares que ayudan al autor a dar con nuevos preliminares,
pongamos, dos páginas más adelante y desarrollarlos.
Pero me ha pasado una cosa con
esta novela. Nocilla Dream me pareció un “experimento” maravilloso, pero al
cerrarlo sólo era capaz de recordar una cosa por aquí y otra por allá, ah, y
una gasolinera. Lo pasé bien leyéndola. Manuel Fernández Mallo es un autor de
gran imaginación. En la novela de Alberto Ávila Salazar (como he dicho: es
amigo mío y eso me honra) hay pies en el suelo (aparte de cabezas), existe una
estructura que va (si bien no siempre) colocando piezas. En fin, es algo que se
puede llegar (o no, el lector manda) a echar de menos en Nocilla Dream (las dos
restantes que componen la trilogía aún no las he leído).
Espacio doble, dijo el malhechor:
Hubo una época en que… no, no voy a dejar de
escribir. Hay un interruptor, como en Nocilla, en Todo lo que se ve. Se apaga y
se enciende al pasear por la historia. El hilo conductor, aparte de vivir en la
cabeza de todo muerto viviente, parpadea en esta novela de hace casi 10 años.
Prueben a encontrarla hoy, yo probaré suerte con Lo que dicen los dioses, de
recientísima aparición. Gracias, tocayo (haz menos poesías y más de esto :P).
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