
Sacar el pie izquierdo del aceite caliente y, tras comprobar que se ha dorado bien, estirar hasta extraer (se quita prácticamente sola) con ayuda de los dedos índice y pulgar que quedan en la mano diestra la uña del gordo, llevarla luego a la boca y masticar esta delicia de corteza gratinada tiene también mucho de melancolía. Creo que, por H o por C, yo siempre he sido una persona que, en su vida, ha tenido sus añoranzas.
Hace mucho viví en un sótano y papá bajó a un niño. En un principio lo entendí como una agradable visita para jugar y, con suerte, tomar una limonada, pero el hecho de descubrir que el verdadero propósito de mi padre era que el niño me enseñara, entre otras cosas, a leer y tener modales en la mesa, me produjo tal ansiedad que estrellé un beso en la nariz del pequeño -un niño redondito que, según me contó, aún no había hecho la comunión- y no pude comprender que no respondiese con alegría a ese gesto fugaz en el que yo introducía, resumido, mi amor hacia la vida y la belleza que intuía en el interior de ella.
Después de su incomprensión y girarle el cuello hasta escuchar su inexistente grito de dolor acabadísimo, subí las escaleras con la cabezota cogida del pelo y golpeé la puerta hasta que mi padre abrió una noche después y le enseñé mi regalo. Papá me dejó salir del sótano y, juntos, taladramos la cabeza del niño redondito en la cocina hasta extraer el seso y prepararlo junto con unos judiones que hubimos de recalentar en el microondas. Di un beso a papá y él me dijo que me quería. Que comprendiera que tenía que aprender y que, lo mejor del plato, sería la lengua del chico. Papá me colocó unas toallas encima y me dijo que era para que mamá, cuando llegase de trabajar, no viera las salpicaduras, ya que iba a cortar. Así que, dijo, bueno sería que subieras más partes del cuerpo como, por ejemplo, dedos. De acuerdo papá, dije. Yo, entonces, ya no recordaba nada de cómo era la vida en el exterior, en el otro interior de la casa, pero estaba descubriendo que era un lugar donde nos queríamos mucho.
Al bajar de nuevo al sótano vi unas pocas ratas encima del tronco del niño pero, en cuanto llegué, se fueron despavoridas llevándose tan sólo el cordón de una botina. Arrastré escaleras arriba el cuerpo que, por cierto, pesaba bastante y, al llegar a la puerta, esta estaba cerrada, de nuevo, con llave. Lloré y lloré mientras oía a papá reírse al otro lado a carcajada limpia. Dije en voz alta que le pedía perdón y pregunté qué había hecho mal. Él decía que todo lo había hecho bien, que no temiese, pero que estaría castigado. Pasó un poco de sal gorda por debajo de la puerta y me dijo que la usase en el muñón de la cabeza y que no dudara en chupar como si de un langostino se tratase. Le pregunté qué era un langostino. Ay, sentía tanta emoción. Hacía tantos años que no hablaba con mi padre. Seguí hablando durante horas y no me importaba haber escuchado hacía muchísimo rato sus pasos alejándose. Yo le decía lo mucho que le quería a él y a mamá y le dije, muy seriamente, lo que opinaba de que trajera a un niño que aún no había hecho la comunión a mi sótano para que me enseñase las cosas de la vida. Al día siguiente amanecí abrazado al cuerpo sin cabeza del niño y di golpes en la puerta hasta que esta se abrió sola.
Salí poniendo mucho cuidado en los sonidos y procurando no hacer ruido hasta que, gateando, conseguí entrar en el salón. Allí estaba mamá haciendo gimnasia. La estuve observando sin que me viera. Trataba de hacer unas flexiones cuando notó la presencia de yo, completamente ofrecida a la exaltación de este planetario, pues descubría en ella mi nervioso y natural amor primero, la dicha y mi fortuna.
Noté que estaba algo confusa. Me preguntó si era uno de esos niños de la calle y si había entrado a robar. Dije que era yo y añadí: mamá. Le dije que seguramente papá habría abierto la puerta de mi sótano porque ayer habíamos estado juntos afuera cocinando pero que, en una broma, me volvió a encerrar y que, entonces, estuvimos hablando el uno con el otro separados por la puerta, comunicándonos después de tantos años sin decirnos absolutamente nada.
Ella me dio un beso y dijo que me sentase a tomar un café a su lado. Me dijo que estaba irreconocible, que había madurado mucho desde la última vez que me vio y que estaba muy sorprendida, que me había hecho un hombre y que, incluso, podía llegar a pensar en matricularme en un colegio junto con otros niños para que tuviese una cultura y un porvenir. Dijo que la vida era aburrida en el sentido de que había que estar siempre trabajando y todo, dijo, absolutamente todo, para luego que no te lo agradezca nadie.
Le hice saber que el café en taza era un acierto. Me dijo: gracias. Yo le dije A ti, mamá. Me dijo que estaba pensando en la chica de los señores Moore para mí, que era una joven encantadora y con unos modales exquisitos. Que no iba a ser fácil porque ya había rechazado incluso al chico de los Smithson. Que tendría que trabajar duro y llevarla muchos regalos para que me quisiera.
Pregunté dónde estaba papá. Caray –dijo acariciando mi mugrienta peladura- debes de tener ya unos quince o dieciséis años.
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Hace mucho viví en un sótano y papá bajó a un niño. En un principio lo entendí como una agradable visita para jugar y, con suerte, tomar una limonada, pero el hecho de descubrir que el verdadero propósito de mi padre era que el niño me enseñara, entre otras cosas, a leer y tener modales en la mesa, me produjo tal ansiedad que estrellé un beso en la nariz del pequeño -un niño redondito que, según me contó, aún no había hecho la comunión- y no pude comprender que no respondiese con alegría a ese gesto fugaz en el que yo introducía, resumido, mi amor hacia la vida y la belleza que intuía en el interior de ella.
Después de su incomprensión y girarle el cuello hasta escuchar su inexistente grito de dolor acabadísimo, subí las escaleras con la cabezota cogida del pelo y golpeé la puerta hasta que mi padre abrió una noche después y le enseñé mi regalo. Papá me dejó salir del sótano y, juntos, taladramos la cabeza del niño redondito en la cocina hasta extraer el seso y prepararlo junto con unos judiones que hubimos de recalentar en el microondas. Di un beso a papá y él me dijo que me quería. Que comprendiera que tenía que aprender y que, lo mejor del plato, sería la lengua del chico. Papá me colocó unas toallas encima y me dijo que era para que mamá, cuando llegase de trabajar, no viera las salpicaduras, ya que iba a cortar. Así que, dijo, bueno sería que subieras más partes del cuerpo como, por ejemplo, dedos. De acuerdo papá, dije. Yo, entonces, ya no recordaba nada de cómo era la vida en el exterior, en el otro interior de la casa, pero estaba descubriendo que era un lugar donde nos queríamos mucho.
Al bajar de nuevo al sótano vi unas pocas ratas encima del tronco del niño pero, en cuanto llegué, se fueron despavoridas llevándose tan sólo el cordón de una botina. Arrastré escaleras arriba el cuerpo que, por cierto, pesaba bastante y, al llegar a la puerta, esta estaba cerrada, de nuevo, con llave. Lloré y lloré mientras oía a papá reírse al otro lado a carcajada limpia. Dije en voz alta que le pedía perdón y pregunté qué había hecho mal. Él decía que todo lo había hecho bien, que no temiese, pero que estaría castigado. Pasó un poco de sal gorda por debajo de la puerta y me dijo que la usase en el muñón de la cabeza y que no dudara en chupar como si de un langostino se tratase. Le pregunté qué era un langostino. Ay, sentía tanta emoción. Hacía tantos años que no hablaba con mi padre. Seguí hablando durante horas y no me importaba haber escuchado hacía muchísimo rato sus pasos alejándose. Yo le decía lo mucho que le quería a él y a mamá y le dije, muy seriamente, lo que opinaba de que trajera a un niño que aún no había hecho la comunión a mi sótano para que me enseñase las cosas de la vida. Al día siguiente amanecí abrazado al cuerpo sin cabeza del niño y di golpes en la puerta hasta que esta se abrió sola.
Salí poniendo mucho cuidado en los sonidos y procurando no hacer ruido hasta que, gateando, conseguí entrar en el salón. Allí estaba mamá haciendo gimnasia. La estuve observando sin que me viera. Trataba de hacer unas flexiones cuando notó la presencia de yo, completamente ofrecida a la exaltación de este planetario, pues descubría en ella mi nervioso y natural amor primero, la dicha y mi fortuna.
Noté que estaba algo confusa. Me preguntó si era uno de esos niños de la calle y si había entrado a robar. Dije que era yo y añadí: mamá. Le dije que seguramente papá habría abierto la puerta de mi sótano porque ayer habíamos estado juntos afuera cocinando pero que, en una broma, me volvió a encerrar y que, entonces, estuvimos hablando el uno con el otro separados por la puerta, comunicándonos después de tantos años sin decirnos absolutamente nada.
Ella me dio un beso y dijo que me sentase a tomar un café a su lado. Me dijo que estaba irreconocible, que había madurado mucho desde la última vez que me vio y que estaba muy sorprendida, que me había hecho un hombre y que, incluso, podía llegar a pensar en matricularme en un colegio junto con otros niños para que tuviese una cultura y un porvenir. Dijo que la vida era aburrida en el sentido de que había que estar siempre trabajando y todo, dijo, absolutamente todo, para luego que no te lo agradezca nadie.
Le hice saber que el café en taza era un acierto. Me dijo: gracias. Yo le dije A ti, mamá. Me dijo que estaba pensando en la chica de los señores Moore para mí, que era una joven encantadora y con unos modales exquisitos. Que no iba a ser fácil porque ya había rechazado incluso al chico de los Smithson. Que tendría que trabajar duro y llevarla muchos regalos para que me quisiera.
Pregunté dónde estaba papá. Caray –dijo acariciando mi mugrienta peladura- debes de tener ya unos quince o dieciséis años.
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