El pueblo estaba bien. No había cansancio.
Había entonces dos opciones y una de ellas era yo.
Pregunté pues por mi posibilidad. Les dije que quería ser habitante de Valseca. Ellos preguntaron por qué, si había razón. No lo sé, les dije. Antaño viví en un lugar parecido, hecho de casas bajas y unos pocos kilómetros cuadrados de eras puestas bajo la mies. Me gusta el clima, añadí. Y acá el cielo se ve con tal ternura que pareciera pedir que le peine cada día y le dé achuchones. -Pero esto es una barbaridad- opinó el hombre del cetro. Dispusieron entonces a ponerme a prueba.
Reunieron unas cuantas decenas de cabras y, en medio de sus interminables llantos, me colocaron sentado y llamaron "luz que nunca sufre" en el instante que el pasto acudía a mí a pedir consejo.
Les dije que no sabía nada salvo hacer bocadillos en la cocina, quizá pelar algún cardo etc... pequeñas ruinas, costumbres que añoro del tiempo en que tuve mi oportunidad. Tampoco sé si consistió en algo que no fuera la esperanza de una segunda o tercera, o si ello pudiera resumirse adquiriendo una vivienda en este lugar donde el cielo, como efectivamente había dicho a aquellos hombres, no cambia nunca y parece incapaz de engañar a los que acá rumiamos, entre los lagrimales resecos que a vos pertenecen, vuestro pelaje que, invadido por el moho, evita percibiros en el monte salvo por el natural olor a putrefacción que os condena y salva. Os diré que he amado en tierra como esta y, recuerdo, arranqué a mordiscos el fulgor de esa doncella hasta, al fin, dar con su semilla y querer, en ese mismo tiempo, que continuara el fruto, impoluto y cada mes de marzo, en la rama de la que colgó hasta dotar suficiencia en el peso su entrañable composición de vísceras y me enseñara, además, a vivir el día a día. Claro que, ingerida su semilla, mi existencia es ella y, queridas cabritas, es por eso por lo que sé que no existe.
Al finalizar mi discurso noté que los llantos habían menguado ligeramente y fue cuando observé que una de mis piernas, hasta bien entrado el fémur, ya no estaba en el lugar de antes. Supe que, de alguna manera, les caía bien.
Me ayudé de sus lomos para poder caminar, cierto que con no pocas dificultades. Al fin, conseguí abrirme paso hasta los hombres. Quería conocer el resultado de la prueba. Dijeron que todo lo que había dicho, cada palabra, era asqueroso y que, por mucho que gustara a las pobres cabras, necesitaría muchas más extremidades para vivir allí. Como no hablaban en metáfora, una semana después regresé con todos mis hermanos, que hasta entonces habían vivido en un pueblo de Tarragona.
Fdo: Habitante br
Había entonces dos opciones y una de ellas era yo.
Pregunté pues por mi posibilidad. Les dije que quería ser habitante de Valseca. Ellos preguntaron por qué, si había razón. No lo sé, les dije. Antaño viví en un lugar parecido, hecho de casas bajas y unos pocos kilómetros cuadrados de eras puestas bajo la mies. Me gusta el clima, añadí. Y acá el cielo se ve con tal ternura que pareciera pedir que le peine cada día y le dé achuchones. -Pero esto es una barbaridad- opinó el hombre del cetro. Dispusieron entonces a ponerme a prueba.
Reunieron unas cuantas decenas de cabras y, en medio de sus interminables llantos, me colocaron sentado y llamaron "luz que nunca sufre" en el instante que el pasto acudía a mí a pedir consejo.
Les dije que no sabía nada salvo hacer bocadillos en la cocina, quizá pelar algún cardo etc... pequeñas ruinas, costumbres que añoro del tiempo en que tuve mi oportunidad. Tampoco sé si consistió en algo que no fuera la esperanza de una segunda o tercera, o si ello pudiera resumirse adquiriendo una vivienda en este lugar donde el cielo, como efectivamente había dicho a aquellos hombres, no cambia nunca y parece incapaz de engañar a los que acá rumiamos, entre los lagrimales resecos que a vos pertenecen, vuestro pelaje que, invadido por el moho, evita percibiros en el monte salvo por el natural olor a putrefacción que os condena y salva. Os diré que he amado en tierra como esta y, recuerdo, arranqué a mordiscos el fulgor de esa doncella hasta, al fin, dar con su semilla y querer, en ese mismo tiempo, que continuara el fruto, impoluto y cada mes de marzo, en la rama de la que colgó hasta dotar suficiencia en el peso su entrañable composición de vísceras y me enseñara, además, a vivir el día a día. Claro que, ingerida su semilla, mi existencia es ella y, queridas cabritas, es por eso por lo que sé que no existe.
Al finalizar mi discurso noté que los llantos habían menguado ligeramente y fue cuando observé que una de mis piernas, hasta bien entrado el fémur, ya no estaba en el lugar de antes. Supe que, de alguna manera, les caía bien.
Me ayudé de sus lomos para poder caminar, cierto que con no pocas dificultades. Al fin, conseguí abrirme paso hasta los hombres. Quería conocer el resultado de la prueba. Dijeron que todo lo que había dicho, cada palabra, era asqueroso y que, por mucho que gustara a las pobres cabras, necesitaría muchas más extremidades para vivir allí. Como no hablaban en metáfora, una semana después regresé con todos mis hermanos, que hasta entonces habían vivido en un pueblo de Tarragona.
Fdo: Habitante br