
"...The judges watched us from the other side./
I told my mother. Mother I must leave you / preserve my room, but do not shed a tear / Should rumors of a shabby ending reach you / It was half my fault, and half the atmosphere..." (The traitor -L. Cohen-)
Estaba con una tipa. Tenía el pelo rubio y no me acuerdo de nada más. Me dijo que ahora me había encontrado a mí. Y, me dije: Coño. Bueno, esto fue hace, espera que me acuerde... por lo que viene a cuento es porque ella no tenía cómo volver a su pueblo y me presté a acompañarla a buscar un taxi, cosa que, en Valseca, se hace en el cruce, y para llegar allí hay que andar un poco. Finalmente cogió un taxi. En él se montaron aproximadamente ocho chicas igual que ella que, ante la llegada del coche, comenzaron a salir de entre los matorrales no supe muy bien si medio desnudas o si medio vestidas. Antes de que arrancaran le pedí su nombre y su número de teléfono. Creo que me respondió la chica a la que había acompañado, aunque cabe la posibilidad de que hubiera sido otra.
En fin, me había quedado solo y, al lado mío, había una mezcla de hormigón y de peñascos. Lo otro era el horizonte y, antes, estaba Valseca y yo vivía allí. La vida normal. Y había amanecido muy bien. Tampoco puedo saber si había bebido más rones de los que se me habían caído.
Recuerdo que emprendí el camino, entonces, hacia otra vez lo mismo.
En el trayecto, recuerdo mirar unos cuantos cantos, incluso darle una patada a alguno.
No sé, en tiempo, cómo sucedió -o cuánto-. Pensé en buscar a Fran, que había venido a verme, y en que ya había pasado, en la ida, por donde estaba aparcado el coche y ya no se encontraba allí. Pensé en el coche y estuve seguro de que era un opel corsa rojo, y seguí caminando.
Me han preguntado muchas veces en Valseca cómo sucedió aquello.
Pues fue así.
No recuerdo nada de cuando tres tipos me cogieron por la cabeza y comenzaron a atizarme en ella con cosas de metal, cascos y, cuando ya en el suelo, botas. Recuerdo unas voces afuera que decían: Lo van a matar, y era una frase contagiosa no sólo en mi cabeza, pues que eran ellas las que la repetían, y a veces decían: Parad. Eran unas amigas del pueblo y otras amigas completamente desconocidas, pero eso lo vi muchas más patadas después.
Cuando me preguntan qué recuerdo, digo que recuerdo que me estalló y que sí me acuerdo haber metido una, pero muy buena y que cayó como un puto pelele, la vez que me resarcí, pero que el hecho de que lo recordase no indica que fuera verdad y que, luego, volví a caer y empecé a dejar de oír, y los golpes no eran nada más que bombas que explotaban en la sesalia, que ellos eran altos como torreones y con perilla al estilo de la chica rubia con la que había estado esa noche, casi alegre, tomando unos chatos y encontrando en su chochera un montón de juguetes de niño que ya no valían para regalar.
Cuando me preguntaron cómo eran los ojos de la chica rubia, no supe qué contestar. Sólo sabía que era rubia y que me había dicho que ahora me había encontrado a mí.
Pues sí, mira tú, qué gilipollez. Ahora, después de lo aquello, había recordado también de su perilla, suave, modosa y con una punta, le aseguré completamente convencido a Javi Chors, con la que probablemente uno podría sajarse media vena y continuar limándose las uñas para clavarlas donde se nos ocurriera a ambos.
Después de que me lincharan el mundo era poco más o menos el mismo y le pregunté a una de las chicas que lloraban -desconocida- cómo me habían dejado la cara. Me dio un beso en la mano permitiendo que su saliva se pringase de sangre que tenía de apoyarme, seguramente, al caer alguna de las seis veces. Reparé entonces, gracias a sus labios, en la herida de la mano izquierda y encendí un cigarrillo.
Una de mis amigas dijo: Te vamos a llevar al pueblo. Otra dijo: ¿Sabes si tus padres estarán despiertos? Y otra dijo: Dios del alma, voy a avisarles. Y otra dijo: No sabemos dónde han ido. Y yo continué andando. Me sentía bien, e incluso recordé las palabras de Antoine de Rivarol Cuando la sangre corre le da un brillo especial al oro, camino hacia el pueblo de mano de una amiga.
Entonces paré y me senté en una piedra a la salida de una de las casas que hay en la cuesta. Me dijeron que tirara el cigarro y me dieron agua en una jarra y noté mareo y volví a sentarme sobre la sentada que estaba haciendo en la piedra y cerré los ojos.
Muchas de las chicas que lloraron y que decían las voces, ya no estaban y, recuerdo que, de vez en cuando, abría los ojos y me encontraba en un coche con mi madre agarrándome una mano herida de una herida pequeñita.
No hablé porque había notado que en la cabeza rugían aparatos al encontrarse con mi voz. Una vez que llegamos oí cómo uno de los bedeles de la seguridad social decía: No parece preocupante, es un payaso. Entonces recordé que llevaba puesto el traje de la peña. Me tumbaron en una cama y podía ver a nueve médicos desnudándome, una doctora preguntando qué drogas me tomaba mientras otro me sacaba sangre y otro se acercaba hasta mi nariz para decirme que si no rajaba me iban a meter una sonda.
Me sacaron la pilila y pude ver cómo uno de los ayudantes la bailaba entre la panza y los testículos sin que yo notara el tacto de su guante.
Poco después, la doctora jefe dijo que los análisis hablaban por sí mismos.
No hablé, juro que no salió ni el más leve murmullo de mi boca.
De nuevo volvió el tipo de las sondas a repetirle a mis narices que me iban a sondar.
Luego todo el mundo desapareció y me quedé en la camilla. Mientras estaba allí sonaban las ruedas de otras camillas por los pasillos.
Y luego llegó mi madre. Me preguntó qué tal estaba y dije en voz baja que no podía apenas hablar, que gracias.
Mientras prepararon los escáneres no me dieron nada para calmar el dolor. Una tierra devastada me vino inmediatamente hacia una cabeza devastada. Mi madre entonces dijo que Maite, que trabajaba allí en las tardes, había hablado con las de los escáneres, que eran todas amigas suyas, muy majas y que me tratarían bien.
Después de cinco horas, me bajaron.
Allí era todo amabilidad. Tanta, que no pude evitar contestarles a las cosas que me decían. Me preguntaron qué me dolía y les dije que en la cabeza de adentro. Una de ellas dijo: Eres un machote, y guapo. Hale, su guasa. No pude no echar, en cada carcajada, una pequeña carta de ajuste seguramente procedente de los ganglios, pero ellas me limpiaron como si nada. Y me quisieron durante el rato en que me metieron en la máquina. De la máquina no recuerdo nada, sólo cuando veo alguna película en la que sale una. Yo estuve quieto, como me dijeron.
Como no tenía nada roto, me suministraron las drogas que necesitaba y no volví a recordar nada más hasta que amanecí en mi cama, con pijama de verano y muchos hielos en la cabeza.
Le conté a mi tía lo que me había sucedido con los médicos y dijo: vete a saber, tienen tantas cosas...
Estaba bien. Recibí muchas visitas de amigos. Me dijeron que les iban a encontrar y quemar vivos. Me hizo gracia. Todavía me acordaba del número de teléfono de la chica rubia. La llamé. Dijo que era todo un detalle y cosas que no entendí y que, todo aquello, era un recuerdo muy borroso, que si lo comprendía -no estoy seguro de si era la misma u otra de las del taxi-. La mandé, sutilmente, a tomar por culo. Sutilmente quiere decir: Textualmente.
Tampoco le dije que me había muerto pocos instantes después de verla ¿Para qué? Seguramente hasta se lo habría creído, pero con razón.
Pasados unos cuantos años me llegan cartas del juzgado que hablan de una denuncia hecha por agresión por parte del alcalde de Valseca, -mi amigo el Tois-.
Mi apellido en las cartas, como destinatario de la información, es Marcos y yo no me apellido así. Por eso me río. Porque es a Alberto Marcos -un traidor- al que le sucedió toda aquella historia.
Siempre las abro en la cocina, me río y luego enciendo un cigarro.
Porque si no me riese ¿Qué haría?
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